Era muy de mañana, el sol apenas pintaba de
naranja la mitad del cielo; entré al vagón del metro y me percaté de que la
mayoría de los presentes se encontraban dormidos o por lo menos lo aparentaban.
Dos mujeres junto a mí concentraban sus miradas en objetivos diferentes: una
hacia la ventana (al vasto paisaje de cemento que cubren los túneles
subterráneos) y la otra a un punto en el techo detrás de mí. Volteo para ver el
foco de su atención, y me topo con un letrero estampado en el borde del vagón
que con imágenes de voluptuosas modelos anuncia la “Euro-sexo 2012”. Regresa mi
mirada hacia la señora, pero ahora ésta mira por la ventana también. Sospecho
que he sido demasiado evidente y cierta vergüenza la obliga a no voltear más.
Todos evaden ser vistos. Me siento. Espero a que
entre más gente con el anhelo de que las nuevas miradas sean más interactivas y
explícitas, pero no es así. En cada estación la gente entra y se baja de la
misma manera evasiva: Todos duermen o fingen dormir, miran el cemento, o leen
los letreros de los bordes. Pocos miran hacia el centro del vagón; sólo se dan
vistazos ocasionales. Es entonces que llego a una conclusión:
En el transporte público (o por lo menos en el metro de la ciudad
de México) las miradas se convierten en una red de múltiples líneas que se
rodean unas a otras de maneras muy diferentes pero que no se cruzan; Es un
tráfico de vistazos donde los choques equivalen a errores.
Las parejas, por su parte, se refugian en los
ojos de sus compañeros, pero es evidente que al perder el contacto con éstos, sus miradas se convierten
en parte de ésta red de ojeadas vagabundas. Dicho fenómeno se presentó ya más
entrada la tarde con una pareja de adolescentes: Tenían aproximadamente 16 años
de edad y vestían el uniforme de su escuela. No se decían mucho, pero cuando se
veían a los ojos se besaban intensamente y por largos intervalos; sin embargo,
una vez que se separaban no podían soportar el contacto visual por más de unos
segundos y sus ojos se dispersaban, así
como si buscaran ocultarle al otro la verdad que guardan en sus pupilas
de que en realidad no tienen nada qué decir.
Por otra parte, ya que el metro es para muchos
tan sólo una parte incómoda pero necesaria del día a día, pareciera que la gente evade ser vista
porque simplemente no quiere estar ahí, así como si del ser percibido
dependiera su presencia.
Durante mi trayecto me decidí a realizar un
experimento: En cada estación enfoqué la mirada fijamente hacia una persona
diferente, y observé las reacciones. Debo admitir que resultó un tanto
incómodo, pero los resultados fueron muy interesantes:
Por un lado, la gran mayoría de la gente, al
darse cuenta de mi interés, volteaba la vista hacia un lado completamente
opuesto (lo cuál también sucedía cuando entraba un vendedor); sin embargo, me llamaron
más la atención dos hombres, en dos estaciones diferentes que reaccionaron de
manera similar, pero un tanto hostil. Primero, levantaron la cara molestos,
voltearon alrededor para ver si acaso mi mirada se dirigía hacia alguien más, y
al final terminaron preguntando “¿¡Qué!?”, acompañado por un gesto de manos y
hombros. Debo admitir que al toparme con dichas reacciones y verme intimidado,
inconscientemente yo mismo me hice parte del tráfico de miradas perdidas.
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