viernes, 9 de marzo de 2012

El tráfico de las miradas perdidas



Era muy de mañana, el sol apenas pintaba de naranja la mitad del cielo; entré al vagón del metro y me percaté de que la mayoría de los presentes se encontraban dormidos o por lo menos lo aparentaban. Dos mujeres junto a mí concentraban sus miradas en objetivos diferentes: una hacia la ventana (al vasto paisaje de cemento que cubren los túneles subterráneos) y la otra a un punto en el techo detrás de mí. Volteo para ver el foco de su atención, y me topo con un letrero estampado en el borde del vagón que con imágenes de voluptuosas modelos anuncia la “Euro-sexo 2012”. Regresa mi mirada hacia la señora, pero ahora ésta mira por la ventana también. Sospecho que he sido demasiado evidente y cierta vergüenza la obliga a no voltear más.

Todos evaden ser vistos. Me siento. Espero a que entre más gente con el anhelo de que las nuevas miradas sean más interactivas y explícitas, pero no es así. En cada estación la gente entra y se baja de la misma manera evasiva: Todos duermen o fingen dormir, miran el cemento, o leen los letreros de los bordes. Pocos miran hacia el centro del vagón; sólo se dan vistazos ocasionales. Es entonces que llego a una conclusión:

En el transporte público  (o por lo menos en el metro de la ciudad de México) las miradas se convierten en una red de múltiples líneas que se rodean unas a otras de maneras muy diferentes pero que no se cruzan; Es un tráfico de vistazos donde los choques equivalen a errores.

Las parejas, por su parte, se refugian en los ojos de sus compañeros, pero es evidente que  al perder el contacto con éstos, sus miradas se convierten en parte de ésta red de ojeadas vagabundas. Dicho fenómeno se presentó ya más entrada la tarde con una pareja de adolescentes: Tenían aproximadamente 16 años de edad y vestían el uniforme de su escuela. No se decían mucho, pero cuando se veían a los ojos se besaban intensamente y por largos intervalos; sin embargo, una vez que se separaban no podían soportar el contacto visual por más de unos segundos y sus ojos se dispersaban, así  como si buscaran ocultarle al otro la verdad que guardan en sus pupilas de que en realidad no tienen nada qué decir.


Por otra parte, ya que el metro es para muchos tan sólo una parte incómoda pero necesaria del día a día,  pareciera que la gente evade ser vista porque simplemente no quiere estar ahí, así como si del ser percibido dependiera su presencia.

Durante mi trayecto me decidí a realizar un experimento: En cada estación enfoqué la mirada fijamente hacia una persona diferente, y observé las reacciones. Debo admitir que resultó un tanto incómodo, pero los resultados fueron muy interesantes:
Por un lado, la gran mayoría de la gente, al darse cuenta de mi interés, volteaba la vista hacia un lado completamente opuesto (lo cuál también sucedía cuando entraba un vendedor); sin embargo, me llamaron más la atención dos hombres, en dos estaciones diferentes que reaccionaron de manera similar, pero un tanto hostil. Primero, levantaron la cara molestos, voltearon alrededor para ver si acaso mi mirada se dirigía hacia alguien más, y al final terminaron preguntando “¿¡Qué!?”, acompañado por un gesto de manos y hombros. Debo admitir que al toparme con dichas reacciones y verme intimidado, inconscientemente yo mismo me hice parte del tráfico de miradas perdidas.





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